ORGULLOSO DE LA LEY
“en tu ley me he regocijado,”
¿Hasta cuándo, oh simples,
amaréis la simpleza, y los burladores desearán el burlar, y los insensatos
aborrecerán la ciencia? Es una pregunta simple, sencilla, pero muy elocuente y
retórica para llamar la atención del lector.
El
escritor del Salmo 119 refiriéndose a la palabra de Dios se expresó con las
siguientes palabras: “en tu ley me he regocijado,” “mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y plata,”
“bueno eres tú y
bienhechor,” y me embarga pensar si acaso exista
alguien, en algún lugar, que posea en su corazón, y que viva la vida con una convicción
similar acerca de Dios y sus mandamientos. Pudiera darse el caso de que en
alguna congregación se llame a la reflexión y al examen de conciencia teniendo
como base las Sagradas Escrituras. Pero, que se dé el mismo resultado y que se
llegue a tener la misma persuasión y conclusión que tuvo el escritor bíblico,
en un mundo donde la Biblia es el texto menos leído por sus seguidores, es muy
incierto.
Regocijarse
en la ley de Dios debe ser una experiencia única. Sobre todo, cuando nuestra vida se corrige a medida que abandonamos todo el mal que
hacemos. Imagínese usted, dejando de hacer el mal y aprendiendo a hacer el
bien, obrando con justicia, juicio y misericordia, no haciendo daño ni mal al prójimo,
procurando siempre hacer lo bueno, lo que es justo, no devolviendo mal por mal,
buscando siempre agradar a Dios en todas las cosas. Es fácil regocijarse en la multiplicación
de los panes y de los peces; y disfrutar la comida que perece es un placer. Pero, trabajar por la comida que a vida eterna permanece, buscar el
reino de Dios y su justicia, morir al viejo hombre, y revestirse del nuevo,
amar y regocijarse en los mandamientos de Dios es muy diferente. ¿Diga usted?
Por otra parte, llegar a considerar
que la palabra de Dios tenga un valor por encima del enriquecimiento en esta
vida, es simplemente una locura en un mundo materialista y consumidor. Sin
embargo, una convicción de tanta magnitud y calibre sirve para hacer un llamado
a nuestra conciencia, especialmente la conciencia de quienes decimos tener
temor de Dios, y que andamos tan afanados por las cosas de este mundo, y que
hacen que la palabra de Dios sea de poca raíz, y muchas veces sin fruto.
¿Conocemos la parábola del sembrador? Tal vez no todos, pero los que la conocen
saben a qué me refiero. Si dudamos que es cie rto aquello de que “mejor me es la ley de tu boca que millares
de oro y plata,” vamos a tener que considerar el testimonio de personajes
como Abraham, José, Job, Salomón, Isaías, Daniel, Zaqueo, quienes tuvieron
riquezas por montones, mas hicieron a un lado su confianza en ellas y no
apreciaron sus riquezas por encima de la palabra de Dios.
Finalmente,
que Dios es bueno y bienhechor, de esto no tiene duda ni el más malvado de los
hombres; pues hasta piensa que Dios aprueba y consiente la maldad de sus actos.
Eso cree el muy desventurado. Pero, la razón por la cual el escritor del salmo
dice que Dios es bueno es, porque habiendo vivido una vida descarriada, ante la voz de Dios se ha humillado y ha llegado a entender que aprender los estatutos
de Dios le hace mucho bien.
Del cambio que hubo en su vida dijo lo siguiente: “antes que fuera yo humillado descarriado
andaba; mas ahora guardo tu palabra. Bueno me es haber sido humillado para que
aprenda tus estatutos.” Dios es bueno y misericordioso en muchas formas y de
diversas maneras para con buenos y malos. No obstante, su bondad no debe ser
mal interpretada como sinónimo de garantía que favorezca nuestro egoísmo. Vale
la pena mencionar la reflexión apostólica que dice: ¿O menosprecias tú las riquezas de su bondad, y la paciencia, y la
longanimidad; ignorando que la bondad de Dios te guía al arrepentimiento? (Carta
a los Romanos 2:4).
¿Acaso exista alguien, en algún lugar,
que posea en su corazón, y que viva la vida con una convicción similar?
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