NO HABLEMOS MÁS DEL ASUNTO

La rutina diaria no nos indica otra cosa más allá de lo habitual, lo común y lo corriente. La continuidad de las noticias abruma la mente dándole al mundo un rostro familiar de uniformidad. Nada le sorprende al hombre excepto, algún escándalo ético, social, político, o el descubrimiento de lo novedoso y de lo que hasta entonces era un misterio. Por lo demás, cada cual se ocupa de sus propios intereses y de aquello que cautiva su pensamiento.
          Ligado a lo común tenemos el mundo cibernético. Allí, en las redes sociales, sorprendentemente todo se comunica. Desde un simple saludo hasta el acto más inusual del comportamiento humano. Pero aun así, todo este concierto social y noticioso forma parte de esa monotonía a la que la vida nos acostumbra continuamente.

          Sin embargo, opuesto a la monotonía del mundo, existe de mucho tiempo atrás, una iniciativa a la que muchos le hacen el quite, no por lo trivial ni lo antigua sino por el excelente contenido de su ética, porque abrazar su fundamento implica un cambio radical en la voluntad y el libre albedrío del hombre. Posee muchos simpatizantes, mas no todos están dispuestos a transitar por su angosto camino. Por eso, la gran mayoría prefiere no tener que pensar en tal iniciativa. Es más fácil hablar de cualquier asunto con tal que sus puntos esenciales no se mencionen en los círculos sociales, pues, quien lo intenta, incomoda. Y hace que sus oyentes tornen sus rostros, al mismo tiempo que sus ojos buscan rápidamente una salida.

          Se puede hablar con quien sea y de lo que sea pero no de Jesucristo. A no ser que se haga en los lugares permitidos para tal fin, como en las iglesias. Aunque aún allí algunos utilizan su nombre con fines nada altruistas. Por lo demás, se puede hablar de las diferentes religiones en el mundo mas no del evangelio; de impiedad mas no de santidad; de corrupción mas no de regeneración; de perdón mas no de arrepentimiento; de derechos mas no de deberes; de los grandes descubrimientos mas no de la verdad eterna.

          En distintos momentos he observado la reacción de muchas personas; y su conducta pasiva me hace entender que prefieren mi silencio, o que desean que les refiriera cualquier otro acontecimiento antes que seguir hablando de Aquel a quien tenemos que dar cuenta de nuestros hechos. Y acaso, ¿podré obligarlos a que escuchen? No. Ni siquiera sugerirles el tema.
          No obstante, en mis diálogos procuro sembrar la verdad que enseña el evangelio, con la esperanza de que en algún momento recuerden lo que fue les dicho y la memoria de estas personas les permita pensar a conciencia, y así comiencen a buscar el camino de la reconciliación con Dios. No tengo que hacerles saber mi interés por compartir el evangelio. ¿Para qué? No es necesario; pero inicio o intervengo en un diálogo porque la palabra de vida dicha a tiempo puede caer en buena tierra y dar fruto para la eternidad.


          Los cambios son apetecidos en todos los contornos sociales, pues, lo novedoso siempre llamará la atención, y las nuevas tendencias en la monotonía de la vida son bienvenidas siempre y cuando hagan esa monotonía más placentera. En cambio, aquello que involucra un cambio volitivo, intelectual y trascendental en el hombre, el mundo prefiere dejarlo inerte para que no altere la costumbre de la rutina, ni trastorne la comodidad del placer. Verdaderamente, las palabras “el que tiene oídos para oír, oiga,” se pueden aplicar sin vacilar a las circunstancias presentes; pues quien realmente busca a Dios desea escuchar lo que Dios tiene que decir. Y en este sentido, el mundo se ha hecho sordo a la voz de Dios. No es que el ser humano carezca de la capacidad de realizar un cambio en su vida, sino por el placer su propia comodidad que lo inmuniza a la voz que llama diciendo: “Volveos a mí y sed salvos” (Isaías 45:22).


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